Te esperé siempre
Aún hoy en el ocaso de mi vida, puedo
cerrar los ojos y ver de nuevo aquel paisaje de vías entrelazadas de mi
infancia; e incluso si aprieto fuertemente los ojos puedo oír palabras como:
catenaria, entretraviesas, distribuidor de bornes, achaflanamiento de carriles
y un montón de palabras más de las que ya he olvidado su significado, pero que
a mis oídos suenan como música celestial; en realidad, suenan a sueños de
infancia.
Así pensando en todo esto, acabo de
darme cuenta de algo muy curioso; esta imagen en mi mente de vías entrelazadas,
de vagones, de viajeros… llega a mi mente en blanco y negro, ¡me parece muy
curioso! Es como si el tiempo hubiese borrado poco a poco su color, no por ello
es una imagen triste; en realidad es una imagen nostálgica y llena de amor; una
imagen en blanco y negro como la de los recuerdos de épocas pasadas, recuerdos
de infancia donde los ojos inocentes de un niño no eran capaces de ver
sufrimientos ni carencias.
Vivía con mis abuelos, mi abuela es de quien
más recuerdos conservo; el abuelo Emilio era recto, muy recto, demasiado recto.
La abuela María era dulce y me quería con locura.
Con mis ojos aún cerrados la veo como si
fuese hoy:
Cabello canoso, coronado por un mechón completamente blanco en un lateral y recogido en un pequeño
moño bajo; rostro cansado, arrugado, pero para mí de extrema belleza; mi abuela
desprendía bondad; siempre vestida de negro con su delantalillo, su ropa
extremadamente remendada, pero perfecta. Cada noche nos quitábamos la ropa y
nos quedábamos en saya* para que la abuela limpiase su vestido y el mío; pues
como ella decía:
-¡Ana, ser pobre no es ser sucio! ¡Que nadie pueda hablar mal de ti nunca, ni decir que vas sucia!
Así pues, con frío o calor, la abuela
limpiaba el único vestido que teníamos; el de los domingos era solo para
ocasiones especiales; en invierno nos quedábamos junto al fuego y la olla de
agua caliente con cenizas (para devolverle a la ropa su color oscuro) y dentro
la ropa que luego tendería junto al fuego para poder vestirnos por la mañana.
Rememoro el olor a leña de mi ropa, aquel olor que entonces no me gustaba, hoy
me huele al perfume más caro del mundo; el del amor, de mi pobres abuelos por
mí, ese que nunca se puede comprar con dinero.
Una, vez amanecido iba algún día al
cole, la abuela decía que tenía que aprender a leer, que era muy importante
-¡cuánta razón tenía y que poca importancia le dábamos en ese tiempo a los
estudios!- ella sabía leer cosa rara en esos años, lo curioso es que solo sabía
leer letra de imprenta, no la escrita a mano.
Hoy miro a mis nietos ¡tan pequeños! Y
pienso que cuando tenía 5 años mi abuela me enviaba a cuidar niños a cambio de
una merienda y a lavar los platos a casa de algunas familias a cambio de un
plato de caliente. Veo a mi nieto de 10 años y lo encuentro tan pequeño, tan
frágil y me pregunto cómo han cambiado tanto las cosas.
A cambio de un plato de comida, limpiaba
y cuidaba niños más pequeños que yo; sin embargo no es que mi abuela fuese una
tirana, es lo que había en aquellos tiempos de carencias, después de una guerra
que nos sumió en la pobreza ¡bueno, no sé si nos sumió, en realidad, para mí
era lo que había, no había conocido otra cosa!
Mi abuelo estaba todo el día haciendo
jornales para poder subsistir y mi abuela además limpiaba y con todo eso solo
podíamos subsistir.
Nuestra casa era humilde, no, lo
siguiente; una bombilla alumbraba toda la estancia (y las menos horas posibles,
pues era un lujo), un pequeño fuego servía para calentarnos y para hacer la
comida y múltiples agujeros hacían que el aire y la luz de la calle entrarán por
doquier; mi abuela todos los sábados ponía un caldero de cal para arreglar los
agujeros y encalaba la casa, para que luciera blanca y bonita.
La recuerdo siempre trabajando, con su
sonrisa, sin quejarse de nada.
Todas las noches a la hora de dormir me
arropaba y me contaba “mi cuento”.
-¡Cuéntame abuela, donde esta mamá!
-Tu mama, cariño, partió a hacer las
Américas, te dejo conmigo con todo el dolor de su corazón y partió en un gran
barco; surco el mar durante meses, vio ballenas, que son unos enormes peces en
los que cabe un tranvía entero y una vez allí un príncipe indio quedo prendado
de su gran belleza y de sus cabellos largos y rojos y se caso con ella; ahora
ella es la reina junto con su marido y cuando tengan mucho, mucho oro, vendrán
a por ti y tú serás la princesa de la más grande y temida tribu americana.
Con todo el oro comprarán un gran barco
y con toda la tribu vendrán a España, una vez aquí cogerán el primer tren y
todos vendrán cargados de los más hermosos regalos a por su hermosa princesa.
¡Imagina que fiesta más grande y
preciosa cariño!
Pronto quedaba dormida y soñaba con los
indios, con mi mama reina y me imaginaba a ese robusto y
hermoso indígena como mi papa, pues al mío no lo conocí.
Cada día recordaba cuando me trajo a
Valencia, y desde la estación llegamos a casa de mi abuela, me presento a mis
abuelos y me dijo:
-Espérame un rato en la calle.
Después de una acalorada discusión mi
mamá salió y me dio un beso.
-Quédate con la abuela, mamá vendrá
pronto a por ti.
Aún la recuerdo camino de la estación,
con una pequeña maleta, labios rojos, hermosa falta tipo lápiz, una
impecable camisa blanca y sobre todo su hermosa cabellera roja, roja como
el más bello amanecer, como un fuego ardiente en medio de una pradera; su
cabello brillaba bajo los reflejos del sol, mientras andaba sin mirar atrás, siquiera una vez más.
Desde entonces, acudía cada día a la
estación, miraba a los pasajeros que llegaban de los trenes de larga distancia,
por si había llegado mamá.
Preguntaba a los conductores del tren, a
los empleados, a los revisores…
Nadie sabía decirme sobre una reina
india, con cabellos rojo fuego y de su séquito.
En aquellos andenes, pase parte de mi
vida; esperando a alguien que nunca llegó, todos los empleados de la estación
me conocían y a veces compartían conmigo un poco de manzanilla caliente en
invierno, mientras hablaban de sus cosas y escuchaban mis fantasías.
Muchos años después, ya adulta, me
entere de toda la verdad.
Mis pobres y humildes abuelos, tenían
una sola y hermosa hija; su ojito derecho, sin embargo esa hija, resultó ser
ambiciosa y envidiosa, quería aquello que ellos no podían darle, así que se lió
con el “señor” de la casa donde ella trabajaba como interna y quedó embarazada,
con la esperanza de convertirse en la señora de la casa, con lo que no contaba era
que la echaran a la calle con un poco de dinero para mantener a la criatura y bajo la norma de no volver; ella no obstante cuando se gasto todo el
dinero, chantajeó durante un tiempo al señor, hasta que este confeso la verdad
a la mujer. ¡Y, como no! En aquellos días pasos lo que tenía que pasar; su
mujer lo perdonó.
Así que sin dinero, hermosa aún y llena
de ambiciones, solo le molestaba una cosa “un paquete” que le impedía llevar su
vida.
La única solución que le vino a la
cabeza, fue dejar “el paquete” a sus padres y si estos no lo querían pues otra
opción sería dejarlo en una institución, en aquellos tiempos después de la
guerra no era nada fuera de lo común.
Mis pobres abuelos y amargados, por todo
el escándalo de su hija, no podían aceptar una niña, diminuta y legañosa, sin
enfrentarse a todas las habladurías del pueblo; mi abuela solo pensaba que
podría parle de comer a esa niña, si ellos apenas subsistían, encima cuando
todo se supiese en el pueblo podrían perder el trabajo.
Ante la visión de aquella niña
desamparada, que era yo y sabiendo cual sería su destino, los abuelos
decidieron criarme como si fuese su hija y realmente hicieron bien su trabajo,
nunca me considere menos que otras niñas, nunca me faltó cariño y la poca
comida que había era principalmente para mí.
Nunca hablo mal de mi madre, es decir de
su hija; siempre me contó como me quería, lo guapa y buena que era, como
enviaba dinero desde América…
¡Mentiras, piadosas y llenas de amor; sin embargo, mentiras!
Gracias a ellas mi infancia fue feliz;
en realidad no es así, mi infancia fue feliz gracias al sacrificio de mis
abuelos; al amor que fueron capaces de darme; a su renuncia de lo poco que
tenían para compartirlo conmigo; a como escondían del dolor que les causaba su
hija, para que yo no sufriera.
Muchos años después supe de ella, digo
ella, pues decir hoy mamá, me parece casi un chiste, mi mamá y mi papá se
llamaban: yaya y yayo.
Supe que ciertamente hizo las Américas,
que ciertamente estuvo en un gran barco durante meses, hasta que llego a su
destino; aunque no existió ningún hijo de ningún rey, ni ningún príncipe, ni
tribu, ni nada similar.
Si, encontró marido allí y formo una
familia, nunca se acordó de sus padres ni de su hija; mi abuela se canso de
enviarle cartas y cartas e incluso alguna foto mía y de decirle lo apurada que
estaba y que enviase algo para que pudiese comer la “niña” y ella apenas
contesto una decena de veces; diciendo que estaba muy bien y que era muy feliz.
Como si yo fuese solo un mal sueño y no existiese.
¿Cómo puede una madre olvidar
a su hija?
No dejo de pregúntame hoy esto, miro a
mis hijos y el amor se expande, ¿cómo una madre puede olvidar ese amor?
De todas formas ya poco o nada importa,
apenas se cruza en mis pensamientos.
Hoy en el ocaso de mi vida solo cierro
los ojos y veo un emparamado* de vías de tren y me veo a mi misma esperando a mi
mama, ahora con los ojos cerrados y tranquila en el silencio de la noche,
escuchó a lo lejos el silbido del tren, cada vez más cerca; hasta que lo
alcanzo a vislumbrar difuminado en blanco y negro, como los sueños de la
infancia, sin embargo este tren hoy llega a las estación y de ella se baja mi
mama:
-¡Yaya, yaya!
-Cariño vengo a llevarte conmigo a un
lugar donde como te prometí tú serás la princesa y mamá será la reina.
-¿Mamá? Yaya tú eres mi mamá, tú eres la
reina de mi país de ensueño, tú y el yayo.
Digo mientras subo al tren que parte por
última vez de este andén hacia su destino.
De repente esa imagen impresa en mi
mente durante tantas décadas en blanco y negro comienza a tomar color; un color
alegre y lleno de vida, como nunca antes la había tenido.
No me pregunto que pasara con mis hijos: sé que están bien.
Parto hacia mi destino, sin mirar una
vez más atrás, mi país de ensueño está junto a ellos, en sus brazos amorosos, sé que allí esperaré a mis amados hijos, sin prisa y feliz.
Autora: Rosa Francés Cardona (Izha) |
*EMPARAMADO: adjetivo que significa: húmedo, mojado por la lluvia.
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