Como cada Navidad estábamos en casa de la tita Águeda.
Siempre la recuerdo muy, muy viejecita ya, con manos arrugadas, largos dedos arropados por un anillo, preciosas gafas doradas y pendientes de perlas; siempre sentada en su sillón, con un pequeño cofre de terciopelo rojo a su lado. Era precioso, con adornos dorados que brillaban incluso con poca luz.
Para
nosotros, niños al fin y al cabo, aquel cofre solo podía esconder
un gran tesoro. Imaginábamos monedas de oro, joyas, riquezas
increíbles.
Casi al final de su vida, una Navidad nos miró con
una sonrisa traviesa y nos preguntó:
—¿Queréis que abra
el tesoro?
Por supuesto dijimos que sí, tan emocionados que
no podíamos contener el nerviosismo, incluso recuerdo que yo
temblaba. Cuando lo abrió, la ilusión se nos cayó al suelo
estrepitosamente . Dentro no había oro ni joyas. Había fotos
antiguas, cartas amarillentas por el tiempo, dibujos nuestros de
cuando éramos aún más pequeños...
Nos
miramos mutuamente y directamente dirigimos nuestras infantiles y
desconcertadas miradas hacia ella, desconcertados y le preguntamos
por qué no guardaba cosas de valor.
Tita Águeda, con una paz
que aún recuerdo, nos dijo que había aprendido que esas cosas con
el paso del tiempo se rompen, se pierden y desaparecen. Que lo que
nunca se rompe ni se pierde es el amor compartido, las lecciones
vividas, los regalos hechos desde el corazón y la ayuda ofrecida a
los demás.
Nos enseñó que las cosas materiales van y vienen,
ellas no nos definen ni nos acompañan hasta el final. La verdadera
riqueza se cultiva en la salud, la familia, el crecimiento interior y
el servicio lleno de amor y entrega.
Y que la única moneda que
nadie puede quitarnos es el bien que dejamos en otros: esa será
huella que siga viva en el corazón de cada persona que tocamos.
Hoy,
muchos años después, sigo acordándome de la tita Águeda… y de
su verdadero tesoro.
Autora: Rosa Francés Cardona (Izha) |