TEXTO PUBLICADO EN: libro conmemorativo de los 50 años del José Mollá
Recuerdo lo que nos contaba cuando entró por primera vez a la
cocina de la escuela.
“Era grandioso, la
cocina era el sueño de cualquier cocinero (incluso hoy en día); no le faltaba
detalle: neveras y congelador industrial; mueble calientaplatos; lavavajillas
industrial; olla rápida industrial; vajilla y menaje nuevecito y reluciente… No
sabía hacia dónde mirar. ¿Cómo rechazar estar en un trabajo soñado?”
Desde ese momento sería
el cocinero de un comedor escolar donde se cocinaba cada día para más de 100
personas, habiendo picos de casi 160 (solo niños, además de maestros).
EL comedor estaba estructurado en mesas de a 4 donde cada
semana uno de los alumnos se encargaba de “todo” (poner y quitar la mesa, ver
que sus compañeros comían y servir la comida).
En la cocina posteriormente le ayudaría una hija y su esposa.
Nunca negó nada a ningún niño, muchos nos escapábamos a la
cocina durante el recreo; que era la hora que él estaba calentando la leche;
para ver si nos daba un vaso de nata de esa leche que ya no existe je, je, je.
Leche directa de la vaquería. Otras veces íbamos a ver si le sobraba algún flan
de los que él hacía; caseros, ultradeliciosos y cargados de caramelo.
El señor Antonio no tenía horas para realizar su trabajo, pues
le encantaba; siempre llegaba mucho antes de su hora. Recuerdo que Amparo la
conserje abría a las 8,30 de la mañana y muchas veces antes de las 8 allí estaba
él, aporreando la puerta para comenzar su jornada, pues estaba sufriendo por si
algo no salía como a él le gustaba o no llegaba la compra a su hora y tenía que
improvisar algo.
Preguntando a sus familiares por aquella época su hija me
contaba esta anécdota:
-“Por aquel entonces el director del colegio (Don José María)
era también el director del comedor y cada día acudía a supervisar el menú y
ver qué cosas hacía falta comprar y/o encargar. Entonces siempre le decía:
-“Antonio ¿qué hace falta para comprar esta semana? Y ante la
respuesta de lo que se necesitaba, él se ponía a calcular las cantidades
necesarias para todos los comensales, calculadora en mano, mientras Antonio
(que nunca pudo estudiar) lo calculaba de cabeza; ante la estupefacción del director
las cantidades coincidían y siempre terminaban riendo.
Hoy en día que tenemos tanto ultraprocesados y donde ya apenas
se cocina en los colegios (la comida ya viene preparada) puedo decir que aún
añoro la comida de aquel comedor, donde se comía en armonía, variado, casero y
con muchas risas de todos los que allí nos quedábamos.
Autora: Rosa Francés Cardona (Izha) |
No hay comentarios:
Publicar un comentario